La crisis económica, social y política de Venezuela ha dejado como resultado la migración de un gran porcentaje de sus ciudadanos hacia otros países como Chile, Ecuador, Perú y por supuesto Colombia.
Esta se convirtió casi que, en la única alternativa para poder sobrevivir, pues la inseguridad, el desabastecimiento, el desempleo, los altos precios de los productos, entre otros factores, convirtieron a Venezuela en un país “invivible”, como lo expresó Stalin González, diputado del vecino país al diario BBC.
Desde hace cuatro años aproximadamente se convirtió casi que en rutina ver a personas caminando con mochilas al hombro, algunos descalzos, su ropa mojada por la lluvia o dañada por el trajín del largo camino, pidiendo cualquier tipo de ayuda en dinero, en alimentos o en prendas de vestir.
Es considerable la cantidad de ciudadanos venezolanos que han tomado la decisión de emprender un nuevo camino en busca de oportunidades y una mejor calidad de vida, dejando a un lado sus costumbres, sus recuerdos e incluso, en muchas ocasiones, a su familia.
No todos los migrantes han llegado al país atravesando trochas o cruzando la frontera a pie. Algunos, que tienen condiciones de vida más estables han podido hacerlo a través de medios de transporte como avión o bus, como es el caso de Rachel Marqués y Franli Ramona López, quienes a pesar de compartir la misma nacionalidad, sus historias de vida son distintas.
“Llegó la crisis y mi mamá quiso que estudiara en el extranjero”, relata Franli mientras asegura que las oportunidades de educación de calidad en su país son mínimas.
Ella es estudiante de Comunicación Social y Periodismo, actualmente vive en Bogotá, tiene 22 años de edad y 3 de residir en Colombia. Durante este tiempo han existido personas que la han tildado de “ladrona” por el simple hecho de tener la nacionalidad venezolana. «Me han dicho comentarios desagradables y fuera de lugar, como que soy ladrona o le vengo a quitar el empleo a los colombianos”.
No es un mito que la xenofobia es un problema actual de la sociedad y las redes sociales han sido clave para su expansión, así lo reflejó un estudio de El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), en el que se evidenció que los mensajes encontrados en estas plataformas están relacionados con el odio, rechazo y temor hacia los extranjeros. En el estudio se analizaron más de 14.000 mensajes en los cuales se generalizaba e invisibilizaba el drama que viven los ciudadanos venezolanos, además de asociar su llegada con el aumento de desempleo, criminalidad, prostitución y venta de estupefacientes.
Franli vive sola, toda su familia se quedó en Venezuela y son pocas las ocasiones que ha podido reencontrarse con sus familiares y amigos de infancia. La tecnología se volvió clave para su día a día, pues son las escasas videollamadas, debido al déficit de conexión a Internet que hay en su país, las que han permitido que el rostro y voz de sus seres queridos no se borren de su memoria. Sin embargo, dice que el sacrifico de estar lejos de los suyos ha sido beneficioso, pues se está realizando profesionalmente con educación de calidad.
La otra parte de la historia está a nombre de Rachel Marqués, con 28 años de edad, tres de residir en Colombia y una hija de 5 años, que a diferencia del testimonio anterior llegó al país con sus estudios como publicista, enfermera y tripulante de cabina ya realizados. “Mi historia no es tan trágica como la de muchos otros, pues me pude venir en avión con mi hija y quedar un rato en casa de familiares que viven aquí”. A diferencia de otros migrantes ella tomó la decisión de radicarse en Colombia tras una ruptura amorosa, en ese momento la crisis del país apenas estaba iniciando.
Sin embargo, a pesar de ser una ciudadana con estudios profesionales realizados y papeles al día, pues cuenta con el Permiso Especial de Residencia (PEP), le ha sido difícil conseguir un trabajo digno que le brinde todas las prestaciones necesarias, han existido ocasiones en las que servir en casas ajenas o vender arepas puerta a puerta han sido su único medio de sustento.
“Actualmente residimos en Piedecuesta, en el departamento de Santander, al nororiente colombiano, vivimos arrendadas en un apartamento cómodo de tres habitaciones, vivo con mi mamá, mi abuela y mi hija, ejerzo enfermería, pero no tengo contratación fija porque no tengo cédula. Lo que tengo es el PEP y pues ha sido un poco complicado pues las empresas no lo aceptan”. Esta es otra de las injusticias a las que se ven enfrentados los migrantes venezolanos, tener sus documentos en regla, y aún así no poder acceder a un empleo digno como el de un colombiano.
Por otra parte, los prejuicios, la xenofobia y su nacionalidad, siempre han ido de la mano desde que llegó a Colombia. “He tenido varios inconvenientes en la calle por ser venezolana, incluso en una tienda agredieron a mi mamá por la misma razón, recuerdo que una vez compré una cama por internet y no me la envolvieron bien, cuando llegó al apartamento yo no la quise recibir, entonces el señor que iba a hacer la entrega me agredió física y verbalmente, cerca había un policía y él lo único que hizo fue sostenerme para que dicha persona me golpeara, este hombre me golpeó en varias ocasiones y me gritó que me regresara a ´putear´ a Venezuela”.
Su hija de tan solo 5 años también ha sido víctima de las agresiones de algunas personas que rechazan a los migrantes. “La niña no cuenta con EPS porque no tiene permiso de permanencia, sin embargo, el gobierno la acobija por ser menor de edad y le dan la educación y servicio de salud por emergencia solamente lo cual no me ha servido de a mucho porque las pocas veces que la he tenido que llevar por alguna emergencia me han renegado, rechazado los servicios, y tratado mal a mí y a mi hija”.
Rachel sueña con reencontrase con sus amigos de niñez y adolescencia, volver al país que la vio crecer y donde guarda sus más gratos momentos, mientras tanto, recuerda con anhelo a esa Venezuela linda, próspera, tranquila y espera que pronto todo vuelva a la normalidad.